Después de las fiestas navideñas comenzamos el año con el relato corto de nuestra querida Jona, la cigüeña Viajera.
Nací un lluvioso día de junio, en la región holandesa de Frisia, en un nido en árbol del lujoso hotel Lauswolt.
Tenía dos hermanos, Geert, y Dorus, todavía dentro del huevo. Mis padres vigilaban el nido del acecho constante de milanos y gaviotas y se turnaban incubando el huevo de Dorus. Siempre nos protegían, cubriéndonos con sus alas de las inclemencias del tiempo y dándonos calor con sus cuerpos. Dorus se resistía a salir hasta que por fin sentimos que agrietaba la cáscara y asomaba.
Nací un lluvioso día de junio, en la región holandesa de Frisia, en un nido en árbol del lujoso hotel Lauswolt.
Tenía dos hermanos, Geert, y Dorus, todavía dentro del huevo. Mis padres vigilaban el nido del acecho constante de milanos y gaviotas y se turnaban incubando el huevo de Dorus. Siempre nos protegían, cubriéndonos con sus alas de las inclemencias del tiempo y dándonos calor con sus cuerpos. Dorus se resistía a salir hasta que por fin sentimos que agrietaba la cáscara y asomaba.
Un día, mi padre trajo en su buche algo de carne
que encontró en un vertedero que solía frecuentar, y Geert, que era un glotón,
no la quiso compartir. Mientras tanto, nuestra madre que hasta ese momento
estaba cuidándonos, se fue a buscar más alimento, -apenas teníamos un mes de
vida y era preciso crecer rápido. De pronto, sentimos que Geert se ahogaba.
Unas terribles convulsiones le removieron su cuerpo y, agonizando, quedó
inmóvil, Finalmente murió ante la impotencia de mi padre, que nada pudo hacer.
Por fin acudió mi madre con más comida para nosotros: unas ranas que atrapó en
una charca. Mediante, el crotoreo (el lenguaje de las cigüeñas), mi padre le
contó a mi madre lo que había ocurrido y que él también había ingerido parte de
la carne que le dio a Geert y que sentía náuseas puesto que debía estar
envenenada.
Unos amigos humanos de la Vogeltrekstation, una
central ornitológica holandesa que seguía nuestras migraciones, habían colocado
cerca del nido una cámara web conectada a ordenadores, que distribuía nuestras
imágenes por todo el mundo. Llevaron a nuestro padre a un centro de fauna
silvestre, y a nosotras, aprovechando las constantes ausencias de mi madre, que
tenía que redoblar los esfuerzos para encontrar la comida, nos colocaron en las
patas unas anillas de color negro con grandes números y letras. En la mía ponía
“NLA 2E761”.
Nuestro caso salió rápidamente en los medios de
comunicación e intervino la policía, ya que con el envenenamiento se había
cometido un delito muy grave contra la salud pública y el medio ambiente. Podía
afectar a otros animales o personas.
Cuando curó mi padre de su intoxicación, no
tardamos mucho tiempo en ejercitar el vuelo y emprenderlo. Esa época jamás la
podré olvidar, tenía mucho miedo a batir las alas y sentir como era capaz de
separarme de la tierra, pero podía más la sensación de libertad. Al fin pudimos
valernos por nosotros mismos, volábamos a los campos y nos enseñaban a elegir
los animalillos que nos servían de alimento, siempre teniendo más cuidado que
antes. Nos hablaban del “gran viaje”, la migración, que teníamos que hacer y
que era preciso que estuviéramos preparados y fuertes para acometerlo. Se
trataba de recorrer miles de kilómetros hacia el sur, hasta las lejanas tierras
sudafricanas.
Yo estaba nerviosa y a la vez impaciente. Por fin
nos indicaron que era el momento de partir. Otras cigüeñas pasaban por encima
de nuestras cabezas y teníamos que unirnos a ellas: era nuestra primera
migración. Los amigos de la Vogeltrekstation salieron a despedirnos con sus
prismáticos y telescopios.
Volar era un placer, divisar los campos llanos de
Holanda y las suaves colinas de Bélgica hasta llegar a Francia. Un día,
recuerdo que era el 5 de septiembre porque cumplía tres meses, un fuerte
temporal de lluvia y viento nos hizo parar en el departamento francés de
Limousin y, lejos, vimos a un grupo de ornitólogos de SEPOL observándonos con
telescopios y anotando los datos de mi anilla, nos recordaban a nuestros amigos
de Holanda.
Al poco tiempo, tras cesar el temporal,
continuamos nuestro vuelo y entramos en España. Lo primero que vimos fue el
aeropuerto de San Sebastián “Hondarribia” con un parque natural a su lado,
Txingudi. Optamos por descansar en él, a salvo de los halcones del aeropuerto,
junto con otras aves migratorias.
A los cuatro días cumplió tres meses mi hermano
Dorus y entonces decidimos separarnos del grupo para ir a la reserva de la
biosfera de Urdaibai, de la que siempre hablaban nuestros padres y donde muchos
niños nos recibieron entusiasmados. Vimos unas cigüeñas negras y las
acompañamos hasta el aeropuerto de Bilbao “La Paloma” (Jona en holandés),
llamada así por la forma de su terminal, una paloma con las alas extendidas.
Nos pareció muy hermosa y a la vez peligrosa. Un día tuvimos un encontronazo con un avión que aterrizaba con el que casi nos chocamos, su piloto avisó a los controladores y éstos a los halconeros. Pronto fuimos perseguidas y acosadas; nos echaban a los altaneros halcones del servicio de control de fauna, ese era su trabajo y nosotras sin querer molestar más, decidimos proseguir nuestro camino a Sudáfrica. Jon, un simpático halconero, me hizo esta foto, que queda como recuerdo.
Autor: Fernando Pinto
Fotos: Pedro Perez, Pedro Mª. Arregui y Jon Olazabal
ilustración: Jjavier Frias
Fotos: Pedro Perez, Pedro Mª. Arregui y Jon Olazabal
ilustración: Jjavier Frias
1 comentario:
Muchas gracias por publicar el relato. Espero que guste y sea útil en actividades escolares de carácter ambiental.
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